domingo, 28 de febrero de 2010

ELOGIO A UN COLUMNISTA

Me sirvo de la mirilla que supone esta bitácora para mostrar un gran ventanal que abre el escritor Javier Marías todas las semanas en El País Semanal. Cada domingo, al caer en mis manos o en mi ratón (dependiendo de si he bajado al quiosco o no) el suplemento empiezo a leerlo por el final. Los motivos freudianos serían varios y posiblemente todos válidos pero la razón más simple es que la última página de la revista tiene como "okupa" al señor Marías.

Os invito a visitar "la zona fantasma" de este observador reflexivo. "Reflexivo", en todas sus acepciones: 1,Que piensa y considera detenidamente un asunto antes de hablar o actuar; y 2, que refleja.

Con este propósito dejo el texto de su última aportación que creo se acomoda a The dry pack´s blog



LA ZONA FANTASMA
La breve vida de la posteridad


JAVIER MARÍAS/EL PAIS SEMANAL - 28-02-2010

Por mucho escepticismo, y aun cinismo, que hoy le pongamos a la idea de posteridad, no es fácil que los escritores, pintores, músicos y cineastas nos desprendamos de ella enteramente en el plazo de dos o tres generaciones. Es muy poco tiempo en comparación con los muchos siglos en que esa esperanza o noción estuvo vigente. Por definición, quien pone algo por escrito tiene cierta intención, aunque sea inconsciente, de que ese algo permanezca o por lo menos pueda ser descubierto en el futuro. Quien se dedica a algún arte no ignora que hay obras que se siguen leyendo, escuchando, admirando, al cabo de centenares de años de su composición y de la muerte del autor, cuando éste lleva una eternidad sin estar “presente” ni ofrecer ninguna “novedad”. La duración de Cervantes, Shakespeare o Montaigne; la de Bach, Mozart o Schubert; la de Velázquez o Rembrandt o Leonardo; la menor, pero ya larga, de Welles, Hitchcock, Ford o Lubitsch permite que a cualquier artista lo anime, aunque no se lo reconozca o incluso lo niegue, una difusa intención de dejar alguna huella de su paso por el mundo, además de otras cosas sin duda más urgentes e importantes, como ganarse la vida con lo que sabe hacer, o divertirse haciéndolo, o tener una ocupación que –como yo mismo he dicho en numerosas ocasiones ante la pregunta “¿Por qué escribe usted?”– lo dispense de tener jefe y de madrugar.

El afán de posteridad está hoy muy mal visto, por no decir que resulta directamente ridículo además de –como siempre– pretencioso. La ridiculez viene dada por el hecho de que, tal como está concebida y planteada la producción de obras artísticas en la actualidad, éstas llevan consigo, en principio, una cada vez más inmediata fecha de caducidad. No son pocos los libros, películas, discos en los que esa fecha coincide de hecho con la de su alumbramiento. Nacen ya muertos, olvidados antes de forjar memoria; existen, pero es como si nunca hubieran existido. Como es sabido, son devueltos a la fábrica antes de que nadie haya podido sentir curiosidad por ellos, algunas cintas ni siquiera se estrenan. Lo único que parece existir de veras son los grandes éxitos comerciales, los que se mantienen incontables semanas en las listas de más vistos o vendidos o escuchados. Pero su duración está todo menos garantizada. Es más, esos productos se consumen tan rápida y masivamente (todo el mundo a la vez, para no quedarse “descolgado” de lo que toca en cada momento) que nadie se acuerda de ellos al cabo de unos años, y casi nadie los ve o lee o escucha fuera de “su” temporada. ¿Quién va a molestarse ahora mismo en zamparse El código Da Vinci o incluso El niño con el pijama de rayas? Sólo unos cuantos rezagados, que a toda velocidad se asemejan a quienes hoy se zambullen en Lo que el viento se llevó o Adiós, Mr Chips, por mencionar dos dignas novelas que leyó todo bicho viviente en su época. ¿Quién se atreverá a asomarse a la trilogía de Stieg Larsson o a Avatar dentro de cinco años, aparte de los frikis de cada una, los que se instalan a vivir en un mundo del que rehúsan salir?

Pero tampoco lo tienen mejor quienes crean obras que llevan inscrita en la frente la palabra “perduración”, las que no aspiran a una aceptación instantánea y multitudinaria y juegan la baza de la paciencia y apuestan por el porvenir. ¿Quién ve hoy el cine de Bergman, Rossellini o Renoir, amén de unos cuantos cinéfilos que compramos religiosamente sus DVDs? ¿Y quién lee al gran Faulkner o a Fitzgerald o a Céline? En el fondo somos tan frikis como los de La guerra de las galaxias o El Señor de los Anillos, sólo que sin disfraces ni convenciones. Esos autores ya no forman parte de la “cultura general”, sólo de la de especialistas o marginales. Su indudable talento no basta para su cabal persistencia, ésta es sólo parcial.

¿Qué hace falta, pues, para ser un verdadero clásico a todos los efectos, como Hitchcock o Billy Wilder, por los que aún pasan todas las generaciones? ¿O como Dickens, Flaubert, Conrad o Henry James, a los que todo aficionado a la literatura acaba echando un vistazo, aunque sea de reojo? ¿O como el imperecedero Elvis Presley? Menos que nunca está en la mano de los artistas su pervivencia. Han pasado los tiempos en que Joyce o Thomas Mann se esforzaban por alcanzar la posteridad y acababan lográndolo. Casi todos sus pasos iban dirigidos a eso, tanto los literarios como los que conformaban su figura pública. Hoy eso ya no sirve. Entre nosotros fue Cela el escritor que más se preocupó por quedar, y a ello dedicó buena parte de sus energías. Inseguro de su valía, conservó, ordenó y archivó sus originales y cartas, se afanó por que en su colección no faltase una sola edición de cualquiera de sus títulos, por insignificante que fuese. Hasta reescribió a mano, y a destiempo, el único original que había perdido o regalado, el de La familia de Pascual Duarte, convirtiéndose así en un extraño falsificador de sí mismo. Según las últimas noticias, cuanto atesoró con megalomanía y obsesión en la Fundación Cela, recaudando dinero público para su construcción, empieza a deteriorarse y a ser víctima de la incuria y la bancarrota. Y al parecer casi nadie se molesta en visitar su sede. Murió hace sólo ocho años y además recibió el Premio Nobel, pero no estoy seguro de que se lo lea ya mucho. Que algo dure hoy diez años es un milagro, quizá –salvo excepciones incomprensibles– la forma máxima de la posteridad.

4 comentarios:

  1. Es curioso. Hace unas horas he (h)ojeado el suplemento de El País y cuando he llegado al final me he detenido en esa misma columna de Javier Marías porque te he escuchado más de una vez hablar de él. Ha sido la primera vez que he leído su "Zona fantasma"... ¡y ahora lo comentas en el blog!

    Ya, ya se que es una gilipollez pero me ha llamado la atención...

    Por cierto, 500 puntos a quien acierte de quién es sobrino este afamado escritor.

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  2. De gilipollez nada, eso quiere decir que somos "telepatéticos", ¿o era telepáticos?

    Ja, ja, ja . Acabo de "googlear" tu reto. Gran tío, gran sobrino. Sabía lo de su padre y hermano pero no quien era su tío. Vaya familia:

    Javier Marías es hijo del filósofo Julián Marías y de la escritora Dolores Franco Manera; y hermano del historiador del arte Fernando Marías.

    Sobrino y primo, respectivamente, de los cineastas Jesús Franco y Ricardo Franco.

    Me debes 500 puntos.

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  3. Bueno, lo primero de todo es que, después de varias semanas sin actualizar, citar el texto de otro autor en su totalidad huele mucho a holgazanería.
    Sobre los comentarios previos al mío: No comment.
    Sobre el texto en sí: bueno, por ahora son las reglas del juego, y la tendencia parece a que, lejos de cambiar, esas reglas se van a asentar e incluso reforzar.

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  4. ¡¿VARIAS SEMANAS SIN ACTUALIZAR?!

    Sólo han pasado 13 días desde la última entrada y algunos amigos lectores se impacientan por la actualización de este blog de notas.Eso demuestra apetito, bien por ello.

    Me alegro que me vigilen pero, "¿quién vigila a los vigilantes?"

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